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jueves, 6 de mayo de 2010

CARONTE


Caronte se inclinó hacia delante y remó. Todas las cosas eran una con su cansancio.

Para él no era una cosa de años o de siglos, sino de vastos flujos de tiempo, y de una antigua pesadez y un dolor en los brazos que se habían convertido para él en parte de un plan creado por los dioses y que era uno con la Eternidad.

Si los dioses le hubieran mandado siquiera un viento contrario, éste habría dividido todo el tiempo acumulado en su memoria en dos losas iguales.

Tan grises resultaban siempre las cosas donde él estaba que si algún destello de luz se hubiera entretenido por un instante entre los muertos, en el rostro de alguna reina como acaso Cleopatra, sus ojos no podrían haberlo percibido.

Era extraño que actualmente los muertos estuvieran llegando en tales cantidades. Llegaban a miles cuando solían llegar en cincuentenas. No era ni la obligación ni la costumbre de Caronte reflexionar en su alma gris sobre el porqué de estas cosas. Caronte se inclinó hacia adelante y remó.

Entonces, durante un tiempo no vino nadie. No era inusitado que los dioses no mandaran a nadie desde la Tierra por aquel espacio de tiempo. Mas los dioses sabían lo que hacían.

Entonces llegó un hombre solo. Y una pequeña sombra se sentó estremeciéndose en un banco solitario y el gran bote zarpó. Sólo un pasajero; los dioses sabían lo que hacían.

Y el gran y cansado Caronte remó y remó junto al pequeño, silencioso y trémulo espíritu.

Y el sonido del río era como un poderoso suspiro lanzado por la Aflicción, en el comienzo de los tiempos, entre sus hermanas, y que no pudo morir como los ecos del dolor humano que se apagan en las colinas terrestres, sino que era tan antiguo como el tiempo y como el dolor en los brazos de Caronte.

Entonces, desde el gris y tranquilo río, el bote apareció en la costa de Dis y la pequeña silenciosa sombra, aún estremeciéndose, puso pie en tierra. Caronte volteó el bote para dirigirse fatigosamente al mundo. Entonces la pequeña sombra que había sido un hombre habló.

- "Soy el último"- dijo.

Nadie antes había hecho sonreír a Caronte, nadie antes lo había hecho llorar.

Lord Dunsany, 1915.

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